|
|
|
En el prólogo a su edición de Atau Huallpac puchucacuininpa huancan o Tragedia del fin de Atahuallpa, de 1957, el eminente estudioso boliviano de la literatura popular andina, Jesús Lara, refiere las circunstancias singulares en que llegaron a sus manos los manuscritos de esta y de otra obra que se refieren al mismo tema histórico: el apresamiento y ejecución del último Inca. Un joven de la provincia Alonso de Ibáñez, en Potosí, lo contactó un día para ofrecerle un manuscrito, fechado en Chayanta en marzo de 1871. Lara lo consideró un precioso hallazgo: “Conforme hojeábamos el manuscrito iba en aumento nuestro asombro. Estábamos en presencia de un quechua maravilloso” (22); es decir, de un quechua incontaminado de elementos hispanizantes. Una vez analizadas no sólo su materialidad lingüística sino también la trama de la obra, su conclusión fue la siguiente: El autor de la obra
tuvo que ser innegablemente indígena. En efecto,
sólo un autor indígena pudo reflejar de manera tan
portentosa el funesto significado de la presencia de
los españoles para Atawallpa y para el pueblo entero
del Tawantinsuyu, y sólo él pudo haber logrado una
pintura tan admirable de la caída del Inca y de la
desolación que abatió luego a deudos y dignatarios.
Investigaciones posteriores han puesto en tela de juicio la interpretación de Lara. En Nacimiento de una utopía (1988), Manuel Burga argumenta muy convincentemente que la Tragedia debió de aparecer no antes de “la segunda mitad del siglo XVII, como una de las formas en que se expresa esta revolución en las mentalidades colectivas” (399) que denomina la “utopía andina,” la cual tuvo por función “prestigiar lo indígena, despertar un orgullo por lo Inca, criticar al conquistador y construir una identidad india cuando aún no existía la noción de lo peruano” (54-55); identidad homogénea y homogeneizante que nunca existió en el multiétnico y multicultural Tawantinsuyo. En cuanto a la pretendida pureza de la lengua, Martin Lienhard subraya que ésta denunciaría precisamente su carácter artificial de reconstrucción a posteriori de un pasado precolonial idealizado (40). En 1952, varios años antes del descubrimiento de la Tragedia, Lara se había topado con una octavilla en la cual se anunciaba la representación de una pieza titulada Relato del Inca. El modesto anuncio despertó inmediatamente su curiosidad, pues todos los datos presagiaban su semejanza con una pieza recitada bailable que se ejecuta todos los años en el pueblo de Toco (Cochabamba), con ocasión de sus fiestas patronales. Lara conocía la Danza de Toco gracias a la novela Vallede Mario Unzueta (¿1926?), en la cual se incluye una descripción detallada de la fiesta e incluso se incorpora el guión o transcripción de la Danza, una vez traducido al castellano. Lara, suponiendo “que cuando menos la obra nos presentaría el mismo tema que aquella descubierta por Unzueta” (18), se apresuró a acudir a la representación del Relato del Inca, del cual comenta lo siguiente: En efecto, el tema era idéntico; pero la obra estaba compuesta en prosa y comenzaba en la corte del rey de España con un diálogo en idioma castellano, para luego trasladarse a tierras del Perú, donde los personajes indígenas empleaban el quechua y los españoles el suyo propio. Descartando la escena de la corte española, la pieza parecía la misma de Toco, aunque plagada de sensibles deformaciones. (18-19) Más tarde se enteraría por boca de los comediantes que, como la Danza, esta obra se representaba desde tiempos inmemoriales en un pueblo, San Pedro de Buena Vista (Charcas de Potosí), en este caso para celebrar el Año Nuevo. Un manuscrito, copia de otro documento más antiguo, hacía las veces de “guión.” Parece indudable que el hecho de que el Relato se inicie en la corte española, así como de que se trate de un espectáculo bilingüe, influyeron en la decisión de relegarlo a la categoría poco digna de la “inautenticidad.” ¡Qué diferencia, por ejemplo, con el “quechua maravilloso” de la Tragedia del fin de Atahuallpa, preservada en toda su “pureza” lingüística, que compusieran amautas desconsolados por el fin de su mundo prácticamente en el mismo momento en que este fin se producía, y felizmente ignaros de las intrigas palaciegas de sus adversarios…! A nadie extrañará que Lara compare los dos espectáculos. Lo que es más discutible hoy es que el crítico boliviano no dude en atribuir implícitamente a la Danza de Toco -o, mejor dicho, a la transcripción-traducción de ésta que conoce a través de la novela de Unzueta- el valor de texto “original”: sólo así se entiende que las diferencias observables en el Relato conviertan a éste en una “pieza plagada de sensibles deformaciones.” ¿Por qué no a la inversa? O, mejor: ¿por qué no admitir que ambas versiones son igualmente válidas? ¿Por qué no suponer -como se sabe en la actualidad- que existen o existieron otras muchas variantes de la historia de Atahuallpa, sin que una de ellas deba ser considerada como la “auténtica,” relegando las demás al triste papel de meras “deformaciones”? La respuesta a estas preguntas la proporciona implícitamente el propio Lara. Una vez terminada la representación del Relato del Inca, se dirigió a la compañía de comediantes con la misma intención que había movido a Unzueta unos años antes: conseguir copia del texto. Cuál no sería su sorpresa cuando el poseedor del manuscrito, ciudadano Gerardo Tapia, hombre afable y comprensivo, ... nos entregó sin vacilar el cuaderno y ... nos pidió que introdujésemos en el texto las enmiendas y adiciones que nos parecieran convenientes. Por supuesto, no dejamos de expresarle que documentos de tal género debían merecer todo respeto y que esta obra no podía ser tocada en lo más mínimo. (19) En el contexto sociocultural de la época, impregnado de un grafocentrismo y de una veneración a los orígenes de los que, quizá ingenuamente, creemos habernos librado por completo en la actualidad, toda alteración a la obra “auténtica” -presupuesta eterna e inamovible, exactamente como la identidad de la cual se constituyen en monumento- es inconcebible o, en el mejor de los casos, considerada como una aberración por los intelectuales; incluso por aquéllos que, a la manera de Lara, realizaron una inestimable labor de valoración de la cultura popular. No ocurre lo mismo con los actores directos de ésta que, como Gerardo Tapia, saben muy bien que la mayor fidelidad a la oralidad siempre ha consistido precisamente en la adaptación de cualquiera de sus elementos (orales propiamente dichos, temáticos, proxémicos, coreográficos, etc.) a las circunstancias siempre cambiantes de cada nueva enunciación. El trato que Jesús Lara reserva a los “documentos de tal género,” por emplear su expresión, es perfectamente comprensible. Consciente del desprecio o ignorancia que la mayoría de la población -incluidos buena parte de los intelectuales- manifestaba hacia la cultura popular, Lara se empeñó en demostrar que la literatura quechua, desde antes de la conquista hasta la actualidad, merecía como mínimo los mismos honores reservados a la llamada “literatura culta” escrita, para lo cual no había más remedio que tratar los fenómenos orales como si fuesen textos escritos. El Relato del Inca se actualiza cierto día de los años cincuenta en una performance a la cual tiene acceso Jesús Lara. ¿Nos atreveremos por ello a decir que esta manifestación oral “data de los años cincuenta,” cuando se sabe muy bien que ha venido representándose desde antiguo, por mucho que se haya ido transformando con el tiempo? De lo que se trata no es, pues, de elucubrar a propósito de la “época” en que apareció “originalmente” una manifestación oral o sobre su “verdadero” autor material (individual o colectivo), sino de elucidar -por ejemplo- por qué tal “leyenda” despertó el interés del transcriptor colonial, o por qué tal “obra de teatro” sobre la muerte del Inca se representó ante Tupac Amaru y sus seguidores y se sigue representando hoy, en muy diversas variantes y siempre sujeta a modificaciones más o menos perceptibles, en las fiestas patronales de tantas aldeas y pueblos andinos por todos o buena parte de los miembros de la comunidad -lo que evidencia el carácter colectivo de este fenómeno oral, más allá de su inicial pero hoy irrelevante autor individual posible. Jesús Lara y Mario Unzueta abrieron la pista a la investigación de las numerosas manifestaciones folklóricas contemporáneas en las que se teatraliza de diversas maneras la muerte del Inca. Por otra parte, e íntimamente ligado a las diversas representaciones colectivas de la muerte de Atahualpa, el Inkarrí, a la vez mito de origen y utopía mesiánica, ha sido ampliamente documentado en trabajos de campo que abundan sobre todo desde 1955. El “Inka Rey” (divinidad híbrida con atributos extraídos tanto de Jesucristo como del Inca Atahuallpa o de Tupac Amaru) fue descuartizado por “Españarrí,” “Pizarro,” “el Inka español” o “el Presidente,” según las versiones conocidas, y diferentes partes de su cuerpo están enterradas en diversos lugares; su cabeza está creciendo y, cuando llegue a recomponerse todo el cuerpo, se producirá de nuevo el pachacutiy o inversión del mundo y volverá a imperar el orden inca. Hace unos años, Henrique Urbano afirmaba que “la mayoría de los estudios que hasta ahora se publicaron acerca del mito antiguo o del pensamiento actual en los Andes no sugieren ninguna hipótesis teórica que pueda guiarnos en una búsqueda de un esquema global de interpretación de las representaciones mentales andinas” (9). Y es que el imaginario cultural andino es dinámico y contradictorio, exactamente como el de cualquier otra colectividad, así que en vano intentaremos reducirlo a un esquema lógico de representación. Hay quien opina que el Inkarrí constituye una prueba irrefutable de la “persistencia de moldes culturales completamente originales basados en el tradicional sistema de valores y representaciones colectivas,” y consecuentemente que “la espera de una era próxima en la cual los quechuas vivirán un nuevo esplendor y, libres, gozarán de toda abundancia, se ha mantenido inalterada en el tiempo” (Curatola 72). Flaco favor se le hace a un pueblo cuando se lo confina a unos moldes culturales originales e inalterables, por muy loables que sean las intenciones del carcelero. Lo cierto es que la extrema diversidad del material recogido a propósito del Inkarrí, el según otros “poco entusiasmo por la posible emergencia del Inca” que manifiestan “los andinos, en sus discursos y en sus actos” (Ortiz Rescaniere 213-14), no permiten llegar a afirmaciones tan concluyentes como la de Curatola. El Inkarrí, o mejor los múltiples y cambiantes Inkarrís que circulan en el universo discursivo andino a través de las formaciones y prácticas culturales más dispares, componen una figura fundamental de la prefiguración literaria oral andina y, por lo tanto, contribuyen a la construcción constante de la identidad de esta colectividad. En un trabajo reciente que traza el camino recorrido “del Inca utópico al de la tradición popular contemporánea,” Ortiz Rescaniere (208-19) refiere tres ejemplos bien diferentes de empleo de esta figura: la del quechua Inkarrí en competición con el aymara Collarrí para marcar diferencias culturales o incluso regionales entre estos dos grupos; la tradicional versión Inkarrí vs. Españarrí recogida en quechua a una dama mestiza de Ayacucho (aquí, Collarrí aparece como la mujer de Inkarrí); y la que un charlatán, de los que tanto abundan en la plaza San Martín de Lima, estuvo contando en castellano durante meses, para general regocijo de los transeúntes. No he podido resistir a la tentación de transcribir un largo fragmento de esta última versión: Fíjense en ese chato:
¡cuánto chaparro hay! Es que ahora los padres ya no
tienen tiempo: “Mamá, tengo que ir a trabajar y
anoche estuve mirando la telenovela Cristalísima.”
Total, después sale una pigricia. Con sueños los
hacen, todos desganados. Y miren a este flaquito, no
pues, así no. ¿Acaso los incas eran así? No, mi
estimado y respetable público; de ningunísima
manera. Los incas eran fuertes, chaposos, blancos
(sólo tostaditos por el sol), bien plantados, eran
pintonazos, medían como dos metros de altura. Uno
solo de sus cojones era, así, enterito como tú,
enterito como tú que estás ahí parado hecho un…,
bueno, callemos que aquí hay algunas damitas. Ellos
tomaban su chicha, su papa, su maíz, su quinua. No
es como ahora, como ahora aquí en Lima; y tú, sí,
tú, muchachito, ¿qué has almorzado, a ver, dime?
¿Salchipapa con Coca-Cola o cau-cau e Inca-Kola? …
¿Ustedes saben por qué los gringos vienen al Perú y
toman fotos de nosotros?: para vender las fotos a
los que hacen películas de monstruos. ¡Pobre Perú!
¿Y tú, cuánto mides, hijito? ¿Tienes veinte años?
¿Un metro sesenta? Manco Cápac cuando lo destetaron
ya medía uno sesenta; y tú, ¿cuándo dejaste la teta?
¿Qué pasa, señores? ¿Quién jodió nuestra raza? Fue
Pizarro, señores, fue el mismísimo Pizarro y su
banda de chancheros. Sí, estimado público, él nos
jodió. Y a pesar de eso, ¿qué le han hecho?: un
monumento, un monumento que está en la esquina de la
plaza de Armas. Sí, señores, ¿no les parece mentira?
Yo, carajo, si fuera presidente, si por mí fuese, lo
pondría en medio de los chongos del Callao. Para que
vea cómo somos ahora, por él, por las huevadas que
hizo a los incas. ¡Ah!, pero no crean que ellos no
se defendieron. Atahualpa ordenaba a su gente:
“¡Preparen sus hondas, póngales un piedrón y
apunten… ¡a los huevos! ¡Disparen!” ¡“Ay”! saltaban
los españoles cogiéndose las entrepiernas. Después,
cuando mataron a Túpac Amaru con cuatro caballos,
después que se cansaron los caballos de tanto tirar
en sentidos contrarios, lo desamarraron y él les
dijo: “Gracias, ya hice mi gimnasia.” Pero ahora, te
amarran las patas y las manos de cuatro cuyes
[cochinillos de indias], te jalan y despedazan tu
cuerpo, señores, nadie aguanta. Mucho se podría decir de un discurso en el que se entremezclan elementos procedentes de tantas y tan diferentes esferas del imaginario cultural. Limitémonos a señalar, con Ortiz Rescaniere, que la juguetona parodización de elementos clave de la historia y la mitología andinas funciona como una “crítica a la situación en que viven los migrantes andinos” (218), los cuales componen la mayor parte del público asistente. Y, de paso, es sintomática del “avance de la cultura andina” desde “las barriadas, verdadero crisol cultural,” hacia “aquellos espacios centrales de la ciudad de Lima, obligando a la burguesía a un desplazamiento espacial y social” que, sin embargo, no les permite “resistirse completamente a la influencia masiva de la cultura indígena” (Zapata 181-83). Cultura que va así infiltrándose en una ciudad hasta hace unos años tan ufana de su criollidad… Como señala acertadamente Ortiz Rescaniere, que acudió a varias de las actuaciones de este profesional de la oralidad y pudo advertir las transformaciones que iba introduciendo en cada ocasión, su discurso reclama “sentimientos vivos, comunes a ecuatorianos, bolivianos y peruanos, y no sólo de aquellos que pueblan los barrios marginales de sus ciudades,” para lo cual echa mano a un repertorio de temas que, como los sentimientos que desencadena, “son complejos, reversibles, según los contextos, y reeditan o son eco de otros discursos y sentires del pasado” (217). No podría encontrarse fórmula más pertinente para describir en qué consiste eso que llamamos “literatura oral.” |
2021_José Antonio Giménez Micó