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La
soledad como condición del hombre grita su hermetismo
desde el averno recalcitrante de Comala. La voz de los
vencidos se alza sobre esta tierra no prometida. La
única posibilidad de comunicación parece ser la que
viene después de la muerte. La travesía de Juan Preciado
a este universo de desolación comienza con el murmullo
materno, el cual rememora en su tumba compartida con
Dorotea: “Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti.
Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la
de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido
alguna voz” (Fragmento 3, 11). Y es
que la muerte del universo rulfiano tiene no una sino
muchas voces.
El propósito de mi estudio es, entonces, considerar a Juan Preciado como enlace entre dos mundos de límites no siempre establecidos: uno silencioso y de vidas desoladas, otro de murmullos -voces inquietas e inquietantes- y ánimas en pena. A lo largo de toda la novela, el lector puede percibir la presencia de estas voces que viajan de lápida en lápida o, a veces, de una muerte en vida a una vida en muerte. Ya en cierta ocasión indicó Elena Poniatowska: “Por algo Pedro Páramo se llamaba primero Los murmullos” (814). Son esos murmullos, que algunas veces se convierten en gritos, los que pueblan las ruinas de Comala, ruinas que sobreviven al paso de aquel “rencor vivo,” piedra y páramo en uno. Sólo las palabras de los personajes, esencias mismas, trascienden al cacique. Como aparente contraste, es preciso también hablar de la no voz. En diversas ocasiones se ha escrito sobre el silencio en la novela de Juan Rulfo, esa negación de la palabra oral -y también escrita- tan característica en más de un plano en el descenso a Comala. El primer silencio susceptible de notarse con sólo dar un vistazo a cualquier edición de la novela es el de la estructura. La nada entre cada uno de los fragmentos o cuadros que constituyen el texto -setenta en total-, una desconcertante sucesión de renglones en blanco tornada en, como afirmó Fernando Benítez, “una estructura construida de silencios, de hilos colgantes que es un no tiempo” (citado por Lorente-Murphy, 75). En dicha estructura de saltos que avanzan y retroceden se requiere la ayuda del lector y su mayor participación para recuperar lo que callan no tanto las cuartillas eliminadas por Rulfo sino los silencios estructurales. Es bien conocido que Juan Rulfo declaró haber escrito alrededor de trescientas páginas, las cuales fueron reducidas a la mitad. Si esto es verdad o no, importa poco. Lo que cuenta en este caso es la experiencia del lector. El lector, luego, adquiere por medio de Pedro Páramo, un papel más activo de lo usual en la confección de la novela. Joseph Sommers al respecto escribe: “El lector tiene que esforzarse para establecer las conexiones, aparte de que se le obliga a construir los hechos y las identidades para extraer un significado del aparente desarreglo” (729). En segundo lugar se encuentra el silencio del propio autor, el cual es posible dividir en dos planos. El primero sería su silencio personal del que da testimonio Poniatowska y a propósito del cual elucubra el escritor coahuilense Saúl Rosales en su Autorretrato con Rulfo. Este cuento pone en escena a un curioso personaje que se debate entre conseguir un empleo o conservar, en irónico fetichismo de la escritura, una nota firmada por el mismo Juan Rulfo. En un pasaje del cuento, al personaje central se le encomienda la misión de realizarle al escritor una entrevista. La petición le es devuelta con la nota y una pregunta: -¿Sabía que hacerme una entrevista es la prueba que les aplican a quienes quieren ser periodistas? Como sus creaciones antropomorfas, Rulfo, en palabras de Poniatowska, “tiene mucho de ánima en pena” (814). El silencio de Juan Rulfo, en un segundo plano, es además textual. Parte de lo eliminado por él al escribir la novela eran (así lo confesó) al menos intromisiones suyas.
Sin
embargo, otro es el silencio que me interesa por el
momento: el de aquellos que con su vagar colman
Comala. Es el silencio en el fondo de Pedro Páramo
como novela, el que se impone inexorablemente a las
bocas de los pocos habitantes vivos de este lugar.
Rulfo, según afirmó Carlos Desde la primera página que se abre ante el lector impactan la introversión, el semimutismo y la quietud. El ambiente rural vive, durante años, bajo un régimen opresivo sin quejarse, sólo aguantando como animal atado y resintiendo el paso del tiempo como si cada día fuese igual al anterior. Porque a los campesinos “los muchos siglos de lucha con la tierra, con los amos feudales, los elementos adversos, la demagogia, la corrupción y el abandono, los han hecho callados y los han llevado a una explicable desconfianza” (Hugo Gutiérrez Vega, 75). Esa desconfianza y esa verdadera impotencia para modificar el entorno de una Comala que se destruye poco a poco, que termina devastada tras el paso del cacique, se transforman en represión, en apatía general, en el silencio ya descrito, en -como atinadamente Monsiváis lo llama- el barroquismo del silencio. El lector, en un principio, se siente tan desconcertado ante tanta aparente quietud como ese Juan Preciado que no se acostumbra al silencio al aproximarse a Comala. La acción de hablar en relación a aquellos que todavía conservan la vida, por el mínimo efecto que tiene en la transformación de las condiciones materiales y de las circunstancias, alcanza el nivel de pecado, de falta. Se evita y se le da la vuelta porque de nada sirve. Silvia Lorente-Murphy escribe: “el silencio, lo que se calla, responde también a algo que se ha aprendido por experiencia tanto en Comala como en cualquier otro ámbito del México oprimido de Juan Rulfo: la inutilidad de hablar o aun el peligro de hablar” (106). Lacónicos y casi mudos se desplazan los personajes de la novela que, en apariencia, siguen con vida. Un claro ejemplo es el diálogo entre Abundio y Juan en el segundo fragmento: -¿Y a qué va usted a
Comala, si se puede saber? –oí que me preguntaban.
La vida en el Comala devastado se torna sufrimiento, esclavitud impuesta por un poder tiránico representado por la tierra, esa atadura que malpare en un petate, que retiene, que reprime. La tierra, para Pedro Páramo, es ese símbolo del poder por el cual llega el amor encarnado en Susana San Juan. Para hacerse del amor, por tanto, el futuro cacique debe hacerse de la tierra. Su proyecto fracasa al enfrentarse a la invencible locura de la mujer. Bajo la tierra gritarán los vencidos, sobre ella dominarán los vencedores. Pedro Páramo la posee por medio de matrimonio fingido y delitos. Sólo la voluntad del cacique impera. Así como puede poseer la Media Luna -en sentido estricto- y Comala -en sentido más amplio-, puede darles vida y matarlas. “Me cruzaré de brazos,” dice Pedro Páramo, “y Comala se morirá de hambre” (Fragmento 66, 95). En torno a él se lamentan los muertos y, en vida, su ley será la única. Ley, por supuesto, sin justicia, que es como decir sin palabras. Quizá por ello, después del paso del “rencor vivo,” tan sólo permanecen en pie las voces errantes. Lo anterior recuerda las razones del nomadismo que propone Paul Zumthor: “le nomade, préoccupé par le monde tel qu’il est, dans sa hideur, plutôt que par l’idée du monde, renonce aux entités fixes où accrocher une métaphysique” (141). Porque las voces de Comala son así. Son nómadas. Van de un lugar a otro y nunca están quietas ni calladas. Así, la lejana voz de Dolores Preciado se comunica a la distancia con la de Eduviges Dyada anunciándole la llegada de Juan al pueblo. Los que en vida no pudieron huir de la opresión de Pedro Páramo, ésos que se quedaron en Comala para dejarse morir, los que no llenaron el pueblo de adioses -como indica Dorotea- vienen y van sin rumbo fijo en el vehículo que les presta la muerte. En vida, la muerte se erige como una esperanza para dejar de sufrir, es ese destello liberador donde por fin el sufrimiento podrá descansar. Pero, al cabo, aunque es descanso también es desilusión. El alma pena y sufre en su sepultura. El cuerpo se pudre y el ánima se vuelve voz vagante y retorcida, voz de la muerte. Margo Glantz da la siguiente definición sobre el lugar que está, como afirma Abundio de entrada, en la mera boca del infierno: Comala es un pueblo habitado por almas en pena, de ninguna manera por almas muertas o fantasmas mágico-realistas. Los personajes muertos que siguen habitando Comala tienen allí derecho de ciudadanía, igual que si aún estuvieran vivos. Se confirma la sospecha de Dolores Preciado. La muerte parece tener múltiples voces. Dichas voces ya no se muestran tan inútiles ni tan débiles como las voces de la vida. El muerto por fin pareciera llegar a un código oral superior donde sus lamentos y sus quejas serán escuchados por otros muertos o por aquellos que se acercan cada vez más a la tumba. Las voces se enlazan a la conciencia, se cuelan al cerebro de un Juan Preciado ya próximo a su deceso, corren también de una sepultura a otra sin respetar paredes, subterraneidad o tímpanos porque, tomando palabras de Monsiváis: “la idea determinante del mundo rulfiano no es el más allá sino el aquí para siempre” (837). Allí, en Comala, y por siempre permanecerá lo que Pedro Páramo engendró: rencores. La tradición del pueblo mexicano se caracteriza por su familiaridad con la muerte. A ella se le canta, se le visita, se le platica. Por ella se escriben calaveras y se venden golosinas. La muerte se dulcifica -literalmente-, se come y se celebra. Existe una convivencia con ese aquí para siempre del que habla Monsiváis. De notarse son las opiniones de Mario Valdés sobre el día de muertos en México: “La arraigada tradición de las ofrendas a los muertos (en cientos de miles de hogares mexicanos todos los días 2 de noviembre) también pone de relieve la noción de conversar con los muertos y la conversación de ellos entre sí” (228). A la mencionada noción se le atribuyen raíces prehispánicas en sincretismo con la cultura occidental. Siguiendo con esta concepción de la muerte, Poniatowska habla en nombre del pueblo mexicano: Somos un pueblo sin compasión y sin ternura, nada mejor puede pasarle a Susana San Juan que estar bajo tierra y removerse allá adentro cuando la tierra se humedece y quiere decir sus cosas. Nada mejor para Pedro Páramo que convertirse en un montón de piedras en el que se desmorona al final de su vida. (824) Ya en la muerte Juan Preciado será sólo voz, formará parte de esta colectividad de murmullos. Sin embargo, su paso de la vida al aquí para siempre no es súbito. Walter Mignolo, al ocuparse de la novela, destaca: “Poco a poco Juan Preciado entra en un mundo cuya lógica ya no entiende ni resiste, y entra en ese mundo en cuerpo y alma” (431). Despojado del cuerpo, sólo le queda a Juan Preciado la esencia que, más que alma, es voz. Los murmullos, los ecos y los gritos conforman una oralidad ubicada entre muerte en vida y vida en muerte. Juan Preciado, entonces, conforme avanza hacia su tumba irá percibiendo con mayor intensidad este tejido de fúnebres voces hasta tener plena conciencia de ellas. Desde el momento en que escucha el rumor materno o esa voz hecha de hebras de una desconocida, la que le indica el camino a casa de Eduviges, hasta confesarle a su acompañante en la tumba: “Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos” (Fragmento 37, 50). La muerte le otorga una nueva dimensión a la palabra. Las sombras de Comala por fin emiten sus pensamientos, amores y odios por tanto tiempo oprimidos. En cierta forma, esta oralidad más abierta es un instrumento de liberación. La importancia de la voz también le es útil al receptor del mensaje, a la persona que sigue la biografía en pedazos de Comala desde su lectura. Sólo se logra una identificación a través de lo que estos espectros humanos hablan desde la tumba. No se conoce a los personajes por su descripción ni por su cuerpo ni por imágenes que Rulfo retrate con su pluma. Se conocen por la voz, la que les da forma, la que escupe al receptor la esencia. El propio Rulfo destacó que a los personajes de Pedro Páramo sólo se les adivinaba lo que habían sido por la palabra. Hasta el momento, he contrastado la vida con la muerte, el silencio con los murmullos y las voces errantes. Pero, como puede notarse, en Pedro Páramo las fronteras entre estos aspectos, en apariencia disímiles, son ambiguas. Difícil resulta establecer con precisión la muerte de Juan Preciado -bien puede hacerse antes de su encuentro con los hermanos incestuosos en el fragmento 30 o después, cuando ya comparte su estado etéreo con Dorotea- o la de Pedro Páramo -ya sea al recibir la puñalada de Abundio en el fragmento 69 o al desmoronarse “como un montón de piedras” (Fragmento 70, 101). Así como esta oralidad postmórtem donde Juan Preciado escucha la voz de su madre muerta con distancia de por medio, donde se les puede hablar a los muertos antes de que se enfríen -o aún después-, donde las voces que comparten la misma tumba escuchan el lamento de otra solitaria; así, el silencio también se atreve a comunicar algo. En esta bilateralidad ambigua entre el silencio en vida que expresa la carencia y los murmullos de la muerte que vagan se alza Juan Preciado como factor de unión, como habitante entre los dos mundos no delineados con certeza. Es Juan Preciado quien guía al lector en este viaje de un mundo a otro, de ida o de regreso porque el camino sube o baja, (y cito de la novela) “sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja” (Fragmento 1, 7). El puente entre un mundo y otro, como Rulfo, se abre al silencio, se elimina para dar paso a la voz colectiva, la que contará a los lectores lo ocurrido en Comala. Luego de guiar al lector y de ubicarlo, Juan Preciado calla. La escritura y la oralidad, en el texto, tampoco aparecen tan contrastadas ni tan opuestas. Como dijo Rulfo, como nos lo indica Julio Rodríguez-Luis repitiendo sus palabras, “Rulfo quería no hablar como se escribe, sino escribir como se habla” (139). Al caso viene el enfoque de Mignolo al ocuparse de Rulfo y su relación con la oralidad: “se trata de ficcionalizar la oralidad mediante la escritura literaria” (429). Más adelante distingue a Pedro Páramo de otras ficcionalizaciones diciendo: “Es, más bien, la ficcionalización de una oralidad que identifica la juxtaposición (sic) de tradiciones culturales nativas y colonizadas” (430). En las declaraciones de Juan Rulfo, a menudo contradictorias, volveremos a intuir esas voces muertas del pasado con los indestructibles murmullos, los cuales revoloteaban sus oídos. Felipe Garrido cuenta así una anécdota ocurrida durante la presentación de un libro en el Instituto Indigenista de México: Alguien se acercó para preguntar, una vez más, por qué no había publicado nuevos cuentos o novelas. Juan lo vio sin mirarlo y le dijo que las historias que había escrito se las contaba un tío suyo que ya había muerto y, por lo tanto, ya no podía contarle nada. Creo que Rulfo, a su manera, esa tarde dijo la verdad. Le dijo que esas historas eran voces de su tierra. Que le habían llegado vueltas murmullos, por muchos caminos, desde los tíos y los abuelos, desde antes de los tíos y los abuelos (184). Como aparición recurrente -haya existido el tío contador de historias o no- vuelven a presentarse los murmullos, los que fueron el primer título que se dio a Pedro Páramo cuando aún estaba en gestación y que conforman el carácter oral de la escritura de Rulfo. Mucho se ha comentado y escrito sobre la obra rulfiana. Innumerables ensayos y ponencias pueblan revistas, libros, congresos. Vale la pena recordar el silencio de Rulfo que destacaba en principio, vale la pena preguntarse qué le produciría tanta admiración y análisis. Tal vez, lacónico como siempre, callaría. Con el comentario no pretendo menospreciar dichos estudios porque a pesar del mismo autor -o de las elucubraciones que pueda hacer sobre él-, el impacto de su novela y de sus cuentos permanece. La voz narradora (sea la de Juan R. o la de Juan P.) enlaza dos universos complementarios que se alimentan mutuamente. Universos que se presentan como vida y muerte, silencio y murmullo o incluso oralidad y escritura. |
OBRAS CITADAS
Saúl Rosales Carrillo nace en Torreón, México en 1940. Trabaja en su juventud como periodista en la capital para El Universal y El Sol de México. En la actualidad es profesor universitario y coordinador del taller literario del Teatro Isauro Martínez en su ciudad natal. Además de la obra citada -Autorretrato con Rulfo (1995 y reeditado en 1998)- ha publicado Vestigios de Eros (1984), Huellas de La Laguna (1989), Vuelo imprevisto (1990), entre otros.
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2022_Miguel Báez Durán