ESTUDIOS HISPÁNICOS EN LA RED
MEMORIA E IMAGINARIO SOCIAL:
De la oralidad a la escritura
 
Víctor Hugo Quintanilla Coro
 
 
 
Nuestros teóricos de la oralidad son, me parece, demasiado proclives a la moralización de su objeto, moralización de la que no se deriva realmente una ética sino más bien una perturbación de la teoría. Es como si el teórico estuviera preso de un mecanismo metonímico que convierte la confrontación conceptual escritura-oralidad en una oposición ideológica que lo impulsa a ver en la segunda a una víctima de los abusos de la primera y a ponerse, por lo tanto, afectivamente del lado de aquélla. No es raro, entonces, que se nos muestre a la escritura como un instrumento perverso dedicado a profanar toda pureza y a urdir toda desgracia. No es raro, tampoco, que una lectura más o menos atenta termine revelando que el autor, en el fondo, no cree en lo que dice.
Raúl Dorra
I
         En el contexto de la crítica poscolonial,(1) reflexionar en torno al comportamiento de la memoria de nuestras culturas “andinas” significa plantear que ella ya no se constituye como una “auténtica” y ordinaria arqueología del pasado, sino más bien como un territorio discursivo en constante proceso de reformulación. Esto implica pensar la memoria como un conjunto de saberes y prácticas fortuitos que generan identidades y comportamientos también fortuitos, circunstanciales, producto de procesos que remiten a constantes cambios de escenarios, de campos de sentidos determinados.

         La memoria, en este sentido, constituye una forma de redefinición continua de todos aquellos valores, creencias y prácticas cotidianas que preservan las culturas y las comunidades andinas de la degradación a la que se verían condenadas si la memoria se limitara únicamente a repetir tradiciones o preservar rituales del olvido.

         Esta forma de comprender la especificidad de la memoria trae consigo, por una parte, la crisis de aquellas perspectivas descriptivo-analíticas que tienden a paralizar los sentidos de la memoria. Nos referimos, concretamente, a las investigaciones que registran determinadas prácticas tradicionales para delimitar o intentar determinar la diferencia de una región cultural en relación a la diferencia de otra, a partir de la caracterización o fijación de sus contenidos. Nos parece, entonces, contraproducente encontrar que ciertos investigadores partan del presupuesto de que el contexto de su lectura de las tradiciones orales, no es “sino el sistema de la Literatura Oral y de la Literatura Andina, [consideradas en sí mismas] porque es al interior de ellos que se puede aprender con acierto el sentido de los contenidos planteados en las narraciones orales objeto de nuestro proyecto de investigación” (Jemio 9-10; mis corchetes). Desde este punto de vista, la recopilación de tradiciones tiene importancia, pero no porque transmitan contenidos culturalmente regionales, sino en la medida en que nos remiten a una serie de sentidos que dan fe de que la memoria se encuentra en permanente proceso de reconfiguración, de desterritorialización.(2)

         Este proceso, sin embargo, no debe ser comprendido como un efecto que estaría haciendo referencia a la pérdida de identidad de la memoria, sino, más bien, a una otra forma de conciencia sobre la realidad.

         De esta constatación, por otra parte, deriva la necesidad urgente de comprender la memoria como un devenir de múltiples orientaciones; no como una estructura unidireccional que se distinguiría de otras estructuras y de sus derivaciones, sino como un entrecruzamiento de sentidos que da lugar a multiplicidad de ramificaciones discursivas móviles no predelimitadas, ni privativas de determinadas geografías andinas, ni de regiones culturales específicas, necesariamente.

         A ello se debe el que diferentes regiones culturales se manifiestan a partir de diferentes tradiciones pero que, en el fondo, actualizan, en mayor o menor medida, una misma serie de mitos en proceso de permutación y desplazamiento. Así advertimos que casi siempre con forma idéntica o transformada, los mismos personajes, los mismos motivos reaparecen en las tradiciones de una población, para constituir la serie de las transformaciones de un sentido o contenido mítico. Ello, porque estos discursos de la oralidad, “al no llevar una estructura gráfica, no precisan de ningún aprendizaje ni habilidad mecánica previos a su divulgación en una lengua dada ... es más, ni siquiera su paso de una lengua a otra es algo complicado; puesto que, al no determinar ninguna redacción escrita, ganan, por su fluidez oral, un amplio espacio lingüístico, dado que pasan sin mayores obstáculos de una boca a otra y de una lengua a otra” (Cáceres Romero 244). A este respecto, el mito fundacional del zorro andino y el del Jukumari,(3) oso Juan o José Joserín,(4) constituyen los ejemplos paradigmáticos del carácter ramificado de la memoria y de su carácter multidireccional.

         Por otro lado, así también es como se explica el que algunas tradiciones aún posean cierto estatuto originario o fundacional en unas comunidades, mientras en otras simplemente hayan pasado al olvido. Ello se evidencia cuando se descubre que en comunidades aymaras como la de Qaqachaqa, situada en el departamento de Oruro (Bolivia), la costumbre de cantar a los animales de pastoreo todavía juega una función determinante en su vida cotidiana, en tanto que en otras regiones culturales vecinas esa práctica oral ha pasado al olvido (cf. Arnold y Yapita 17).

         El devenir de la memoria, entonces, no se caracteriza por las comunidades culturales en las que se localiza o a las que reproduce o las que simplemente transita, sino por los territorios o regiones discursivos que genera a partir del “olvido,” del “reciclaje cultural” de aquellos sentidos producidos en regiones modernas, a través de diferentes soportes históricos como es el caso de la escritura.

         Desde esta perspectiva, una crítica de la memoria debe ser capaz de analizar cómo ella reaparece en otra escena distinta de aquella de la que desapareció; capaz de explicar, en otras palabras, los viajes y retornos de los sentidos de la memoria a diferentes regiones, bajo formas que son el efecto de sus transformaciones y no, de ninguna manera, de la pérdida de su identidad o la refutación de su ausencia.

         Se trata de un proceso que supone pensar la memoria como una trayectoria voluble en la que no encuentran cabida las fijaciones, en la que más bien se promueve el subrepticio entrecruzamiento de la escritura y la oralidad, de lo mítico y lo ficticio, de lo sagrado y cotidiano.

         Ya no se trata, por lo tanto, de periodizar, regionalizar, mucho menos de pensar en una posible “historia de la memoria”; o sea, de clasificar las tradiciones orales de acuerdo a la época a la que se refieren.(5) De lo que se trata, más bien, es de pensar que ella y las múltiples formas bajo las que se presenta son resultado de su esquizofrénico comportamiento, de la mezcla en el devenir mismo de las simbiosis que incluyen sujetos y regiones totalmente diferentes, sin ninguna filiación predeterminada posible.

         Lo que deseamos poner de manifiesto, yendo más allá de la simple, ordinaria e intrascendente clasificación de los sentidos o contenidos de la memoria, es llamar la atención sobre su carácter de actualización mediante la puesta en escena de un otro modo de asimilar, como ya lo anticipamos, tradiciones, prácticas, historias diferentes, en provecho de identidades, vuelvo a insistir, transitorias, circunstanciales, fortuitas, quizá estratégicas, pero de ninguna manera resistentes, dado que ello todavía supone pensar la relación entre las culturas y/o sociedades en términos fragmentarios, de ruptura o de confrontaciones y no de continuidades como hasta aquí se viene pensando el comportamiento de la memoria.

II

         Ahora bien: pasando a una segunda parte de nuestro planteamiento, pienso que referirnos a la memoria como transcurso implica, necesariamente, poner alguna atención en el modo de actualización, representación y reconfiguración a través del cual la memoria, no obstante su marcado carácter ondulante, ha estado siendo posible como fuente o principio orientador de tradiciones y prácticas culturales específicas. Hacemos referencia a la oralidad como una práctica que, a partir de la articulación de diferentes códigos, lenguajes o registros, representa un determinado estado, momento o sentido de la memoria.

         Esta articulación posee una consistencia particular. Se trata de una especie de estructura cambiante, un entrecruzamiento de variadas formas de representación, donde el discurso,(6) asociado a un locus de enunciación específico, se diluye en el proceso de articulación de lenguajes. La oralidad, comprendida de esta forma, constituye un proceso operativo que requiere del intercambio de posibilidades de representación, aunque circunstancial, de diferentes lenguajes o registros. Esta descripción de la articulación de registros oral toma en cuenta también el hecho de que la oralidad, considerada en sí misma, es fundamentalmente autorreferencial, en el sentido de que tiene razón de ser sólo en la medida en que promueve, por un lado, diversas estrategias de representación y, por otro, en la medida en que varios de los contenidos a los que se refiere alcanzan el performance comunicacional pertinente, gracias al sentido que les otorga uno de los registros de la articulación. En el caso de las tradiciones referidas al zorro Antonio, esto significa que la representación de sus movimientos no sería posible sino recurriendo al lenguaje mímico e inclusive gestual.

         La oralidad no se la puede comprender, entonces, si no en términos de articulación. De una articulación de registros, para la cual no existen auditorios ideales, dada su orientación testimonial.(7) Hecho marcadamente indiscutible porque el sistema oral se basa en la organización de sonidos que ponen en actividad la lengua, los oídos y, por lo tanto, la cercanía de los cuerpos, en tanto que la escritura, basada en el gráfico y la inscripción de marcas en superficies sólidas activa las manos y los ojos y tiende a alejar los cuerpos (Mignolo 91). “Por consecuencia, ya que el discurso oral sólo puede ser registrado en la memoria y no sobre ninguna superficie o materialidad autónoma de escritura, requiere que tanto el emisor como su audiencia sean apoyados por múltiples y peculiares recursos mnemónicos, tales como el desarrollo de una trama narrativa, el uso de diferentes tipos de 'fórmula', la utilización de patrones fonéticos, sintácticos, métricos, melódicos, rítmicos o míticos, la recurrencia de tópicos o lugares comunes, el soporte de movimientos corporales o el apoyo estructural de modelos binarios de analogías o contraposición” (Pacheco 40). Esto, por otra parte, no debe hacernos olvidar que esta articulación de lenguajes, o códigos a la que nos referimos, implica que la oralidad se promueve bajo determinadas condiciones, que en unos casos pueden remitir a las temporalidades profanas de lo cotidiano y, en otros, a circunstancias de carácter ritual (Mires Ortiz 62).

         Más allá del consabido carácter colectivo o comunitario de enunciación de la oralidad, sin embargo, cada uno de estos regímenes semióticos alternos o registros a los que nos estamos refiriendo, constituyen la particularidad quizá más radical de las prácticas orales frente a las prácticas de la escritura, porque, a diferencia de ésta, no se restringe a una de sus funciones más remotas u originales que es considerarlos como un modo de producción cultural o, peor aún, como un ordinario medio de comunicación o aprensión de la realidad, “ni, en términos negativos, [simplemente] como privación o uso restringido de la escritura ni, finalmente, como una suerte de subdesarrollo técnico o atraso cultural” (Pacheco 35), sino como una economía cultural del tránsito, de la movilización y redefinición de todos los sentidos que puede mentar.

         En otras palabras, la oralidad es un modo de representación desterritorializante, proceso mediante el cual se da lugar al constante viaje de los sentidos que constituyen una comunidad o cultura específica, a la permanente redefinición de las prácticas cotidianas o tradiciones rituales. A ello se debe, entre otras consecuencias, el que tradiciones orales correspondientes a diferentes regiones se refieran a determinados tópicos, pero siempre a partir de diferentes tramas, símbolos y personajes, a partir, en definidas cuentas, de diferentes versiones. Esta forma de intervenir de la oralidad sobre discursos y prácticas específicas explica el hecho de que vayan desapareciendo determinadas tradiciones, esto es, determinados testimonios comunitarios, y vayan apareciendo otros.(8)

         A este respecto, las tradiciones orales son prácticas mediante las cuales “todas” las posibilidades de tránsito e identidad de la memoria son susceptibles de ser determinadas, porque éstas son hasta el momento la única manera en que se explicitan o hacen evidentes los cambios de la misma.

         Las tradiciones, en este sentido, configuran una “historia de la memoria,” pero no como una cronológica configuración de los referentes a los que remiten las historias o simplemente como narraciones transmitidas de generación en generación (Mires Ortiz 26), sino como la articulación de cada una de las formas en que la memoria se fue actualizando en un proceso de transformaciones y desvíos. Esto para no dar lugar a su propia degradación si las prácticas orales se limitaran sólo a repetir sentidos originales o primigenios.

         La memoria, entonces, no cuenta con posiciones definitivas, como sí se las puede explicitar y aún describir en las textualidades de la escritura. La memoria sólo posee multiplicidades que se intentan controlar a través de un proceso de sujetación (de sujeto), de la asignación del nombre de un autor a sus contenidos, como principio que tiende a dominar la oralidad como práctica (Foucault 11).

         Hay, al respecto, una particularidad bastante esencial que considerar, pues ocurre que el nombre de un autor no es simplemente un elemento más en un discurso. Mientras en la escritura la presencia de este nombre asegura una función clasificatoria de las textualidades (Foucault 19), en el caso de la oralidad su ausencia no permite reagrupar las tradiciones, ni delimitarlas, excluir algunas o compararlas entre sí, porque todas emergen de lo comunal, desde un locus de enunciación simbólica y culturalmente colectivo, que cancela toda posibilidad de filiación o de autentificación subjetiva.

III

         Por otro lado, la memoria, no obstante su condición ondulante o de permanente reconfiguración, posee rupturas o quiebres de discurso que constituyen momentos de tránsito de sentidos originarios o tradicionales (cíclicos) a sentidos modernos (lineales). El tránsito de lo crudo a lo cocido, de lo colectivo a lo individual, de lo comunal a lo social, por ejemplo, son quiebres o desvíos de identidad puestos de manifiesto en una importante cantidad y variedad de tradiciones andinas. Baste recordar, por ejemplo, aquella tradición en la que la joven raptada por el cóndor exige a éste carne cocida en vez de la cruda a la que están acostumbrados los animales (Jemio 119). Si bien estos desvíos o quiebres constituyen, por un lado, líneas de fuga sobre las cuales la memoria asienta su esquizofrenia, por otro, son estos mismos quiebres mediante los que la memoria tiende a ser territorializada. Esto significa, en otras palabras, que la memoria se va transformando en imaginario social y, al decir esto, planteo esta afirmación como la segunda hipótesis más fuerte de mi aproximación al comportamiento de la memoria.

         Esta transformación es consecuencia de la relación de las comunidades tradicionales con prácticas y discursos sociales modernos, lo cual no sólo trae consigo la paulatina cooptación y/o redefinición de saberes y prácticas, sino también la necesidad de la memoria de tener que olvidar y asimilar otros y de la oralidad de referirse a ellos para no perder su estatuto sociocultural como estrategias de representación.

         En este proceso, el olvido cumple una importante función adaptativa, condicionada por intereses y factores socioculturales. Esto quiere decir que la oralidad actualiza aquellos sentidos todavía necesarios para una determinada comunidad, pero olvida aquellos que ya no cumplen ninguna función en la relación de las comunidades con lo moderno-escriturario.(9) “A través de un proceso cultural que ha sido denominado 'homeóstasis' o amnesia estructural, -sostiene Carlos Pacheco- la memoria colectiva general y cada cantor o narrador oral en particular tienden a actualizar el pasado, conservando viva por repetición sólo aquella parte que mantiene su relevancia o validez, de acuerdo con las circunstancias presentes y dejando de lado todo lo que desde esa perspectiva aparezca como incoherencia, contradicción o simplemente contenido inútil” (Pacheco 42).

         Lo que se preserva del olvido accidental o incomprensivo, entonces, son todos aquellos contenidos significativos que otorgan a la memoria todavía cierta particularidad en relación al imaginario social.

         Sin embargo, no se trata estrictamente de un olvido imcomprensivo, sino de un olvido esencial y constitutivo de otros saberes y tradiciones como cuando lo moderno, al dar lugar a tránsitos de desterritorialización de lo comunitario-tradicional, torna innecesarios ciertas prácticas y contenidos, pero también genera otros a partir de los cuales la escritura territorializa la memoria.

         Si antes la memoria se caracterizaba fundamentalmente porque la oralidad ponía de manifiesto la correspondencia íntima entre ella y las realidades a las que se refería(10) -la correspondencia entre las palabras y las cosas a la que se refería Michel Foucault-, ahora su relación con algunas formas de representación y algunos sentidos paradigmáticos de lo moderno, ha comenzado a dar lugar a una suerte de arbitrariedad entre la oralidad en tanto práctica comunal y testimonial y los sentidos a los que debe enfrentarse y tratar de actualizar. Pero, contrariamente a lo que se pudiera pensar, esto no se proyecta desde su propia lógica de representación que es la lógica de la articulación de lenguajes y de la desterritorialización, sino de la lógica de los sentidos, de aquéllos mismos que ocasionan los quiebres o rupturas de redefinición en la memoria a través de los cuales ésta comienza a ser territorializada.

         Esto significa que la oralidad como estrategia de representación está entrando en crisis porque muchos de los sentidos que van redefiniendo día a día a la memoria ya no guardan correspondencia con ella. La renovación de los sentidos de la memoria está trayendo consigo la crisis de la oralidad como único medio de representación comunal o testimonial. La forma de la oralidad ya no se ajusta a los contenidos de la memoria en tránsito hacia el imaginario social, porque éstas tienen principio en el soporte histórico de lo escriturario.

         Ello se hace evidente cuando determinadas comunidades orales convierten en parte de sus tradiciones acontecimientos de corta duración como el advenimiento de la escuela y, a partir de ello, también en parte de sí la organización de su cotidianidad desde la escritura, desde aquellos documentos que declaran su existencia y otorgan un estatuto sociocultural dentro de la nación a la que corresponden.

         La propiedad del orden de la escritura frente a la oralidad consiste, por lo tanto, en organizarse estableciendo leyes, clasificaciones, distribuciones y jerarquías mediante las cuales el imaginario social articula la escritura con el poder, un poder que territorializa a la memoria y suprime la distancia entre la letra rígida y la palabra esquizofrénica.

         Sin embargo, al exponer de esta manera mi posición, no deseo mostrar que la escritura ejerce una influencia perversa, hegemónica o colonial sobre lo oral y la memoria. Asumo, más bien, como ya lo dije al principio, que la relación entre oralidad y escritura -entre memoria e imaginario social por extensión- debe ser leída como una relación continua, como un proceso de redefinición; como un tránsito generador de alternativas formas de representar y practicar las costumbres, diferentes a las que se ha estado imaginando desde las perspectivas polarizadoras.

         Desde este punto de vista, el entrecruzamiento de lo oral con lo escriturario no es, en el fondo, sino un proceso creativo de sistemas semióticos, de estéticas, poéticas, de discursos y posiciones alternos a lo oral y lo escriturario, vistos simplemente como modos de producción cultural autónomos. A esto se refiere Carlos Pacheco cuando demuestra que un grupo de escritores (Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Augusto Roa Bastos, José María Arguedas) “habiendo reconocido el carácter axial de la oralidad cultural en sus respectivas regiones interiores, se propusieron lograr en su obra literaria ... la producción de un efecto de oralidad, con repercusiones diversas en cada caso, que resultará invariablemente central en la proposición estético ideológica de la obra en cuestión” (Pacheco 21). Otro ejemplo paradigmático lo constituye, sin lugar a dudas, los discursos híbridos a los que Martín Lienhard se refirió con el nombre de “literatura escrita alternativa.” A este respecto y para tener una idea precisa de lo que proponemos, cuando nos referimos al entrecruzamiento creativo entre oralidad y escritura, basta recordar que la configuración de una gran variedad de textualidades latinoamericanas han supuesto el “uso de lenguajes amerindios, 'mixtos' o sociolectales, interferencia del idioma europeo, bilingüismo; yuxtaposición o superposición de concepciones históricas, cosmológicas y religiosas de origen europeo y autóctono; conflictos entre la tradición escriptural y la oral (coexistencia de un texto 'fonético' con un texto glífico o pictográfico, formas narrativas o poéticas de ascendencia europea e indo-mestiza)” (Lienhard 95).

         En este proceso de generación de estéticas y sistemas semióticos alternativos, la escritura termina por orientar la memoria hacia la producción de sentidos fijos e individuales y por extensión hacia la reiteración infinita de una identidad definitiva, institucionalizada, de éstos.(11) De ahí que los imaginarios sociales modernos, a diferencia de las memorias tradicionales, posea esa extraordinaria capacidad para configurar los sentidos en discursos que determinan las historias oficiales -discursos de autor- sobre las que se asientan las naciones, las comunidades imaginadas a las que se refería Benedict Anderson.

        La memoria trastroca, así, su particular forma de constituir discursos y sujetos móviles y colectivo-testimoniales, lo cual, al mismo tiempo, trae consigo la paulatina desconstrucción de la oralidad, esto es, la desarticulación de los registros y lenguajes que la constituyen y su degradación como estrategia de representación desterritorializante.

         Esta asimilación termina por territorializar la memoria en el sistema de la escritura. Hecho indiscutible, desde el momento en que cualquier intento de interpelar a la escritura, deberá pasar por ella.(12)

         La oralidad, más allá de la voluntad de quienes todavía la ejercitan como estrategia de representación, así, no sólo pasará a formar parte de las jerarquías, es decir, de las relaciones de poder inherentes al imaginario social, sino que esta su adscripción, esta ruptura consigo misma, constituirá su única manera de luchar por la hegemonía de la representación de las memorias tradicionales.


  
NOTAS
(1)Poscolonial, claro está, no en el sentido de una política intelectual que considera las diferencias culturales y sus prácticas como “estrategias de resistencia,” sino más bien como una perspectiva crítica que explica la relación entre tradición y modernidad como una relación continua y circular. Si bien es cierto que esto no deja de significar que la diferencia se constituye como la estrategia fundamental del discurso poscolonial, pienso, por otra parte, que debemos tomar conciencia de lo contraproducente que resulta reflexionar la diferencia como resistencia sin darnos cuenta de que esta obsesión política condena cualquier política cultural sobre la diferencia a no ser más que otra estrategia de resistencia cultural-intelectual que legitima ciertas opresiones modernas consabidas: aquélla de la homogeneización, el progreso, la escritura... etc., etc., etc.

(2)Esta noción, en la lectura no declarada que Raúl Prada Alcoreza realiza de la crítica y teoría posmoderna de Gilles Deleuze y Félix Guattari, se define en relación a los conceptos de territorialidad y reterritorialización. “La territorialidad ... viene a ser el uso cultural del territorio, su apreciación, su significación, la lectura que hacemos de él.” “La desterritorialización se da como pérdida de la memoria territorial; un nuevo conocimiento del espacio sustituye a la conciencia territorial: el espacio se convierte en objeto de descripción y de cuantificación.” “La desterritorialización viene seguida por procesos de reterritorialización" o configuración de una otra identidad estable” (Prada Alcoreza 13, 19 y 21 respectivamente. Para mayores detalles ver Deleuze y Guattari).

(3)“El Jukumari es una personaje mítico andino que José Felipe Costas Arguedas describe en su diccionario como ‘un ser fantástico que habita en los bosques. Se parece al hombre. Es velludo, camina sobre las patas traseras, sonríe y o habla. La cara es humana y cubierta con un largo cerquillo de pelos lacios. Para mirar se descubre el rostro, apartando los pelos con su diestra. Agil y fuerte, sube con facilidad a los árboles más altos. Terrible en la batalla con los hombres, se enamora de las mujeres jóvenes y apodérase de ellas para procrear. Los hijos de la bestia y de la moza heredan del padre su agilidad, bravura y fortaleza’ ” (Wietchüchter 42).

(4)“ ... el cuento del 'Jukumari' y la pastora ... aparece tanto en lengua aymara, como en quechua y guarasug'we, ésta última dialecto del tupiguarani, con algunas variantes ambientales” (Cáceres Romero 244). Lo mismo ocurre con el zorro andino, personaje de multiplicidad de tradiciones orales que cruza, absolutamente, la totalidad de las tradiciones orales andinas, desde el norte de Ecuador, pasando por Perú y Bolivia, hasta el norte argentino y chileno.

(5)Carlos Mamani junto a Lucy Jemio, investigadores de la tradición oral boliviana, afirman por ejemplo que “pueden distinguirse cuatro pachas o edades por las que atravesó la sociedad india autónoma. La más antigua, el Ch'amakapacha (tiempo de la oscuridad)”; la segunda es “el Sunsupacha, o tiempo nebuloso de la infancia en la que el ser humano no se diferencia de los animales y otros elementos de la naturaleza.” La tercera edad “es la edad pre-inka del Chullpapacha (era de los Chullpa, que practicaban enterramientos conocidos por el mismo nombre en una fase anterior al Inkario y posterior a Tiwanaku); y la cuarta el Inkapacha, en que el ser humano (jaqi) personificado en el Inka no sólo ordena la sociedad sino también el espacio” (Mamani 8-9).

(6)“Todo aquello que ha producido un texto, lo que el texto es y lo que suscita, de alguna manera se articulan en un objeto integrado a cuyo momento material lo denominamos 'discurso'; una de sus funciones ... consiste en sostener e incorporar la 'conciencia' que un proceso ha podido generar a su respecto. A la vez llamaremos 'discursivo' a aquello de un discurso que permite tener conciencia, justamente, de que se está frente a una articulación llamada discursivo o, en otras palabras, al sentido que procuran la articulación de todos los momentos o instancias de construcción del discurso ...
Lo que llamamos 'discurso' no tiene lingüísticamente ... una dimensión precisa o una forma canónica. Puede ser un texto, un segmento textual, una frase, una palabra, una interjección, y aun un objeto visual, no verbal. Por lo tanto, un discurso puede ser todo y, por lo mismo, no es nada en sí mismo como si pueden serlo un texto, un segmento, una frase, una interjección o un objeto visual no verbal ...
El discurso no se confunde con la materia en la que se lo conoce sino que se sitúa en una realidad 'segunda' respecto de la materia en la que se sustenta y en la que, ciertamente, clava sus raíces. Es, por lo tanto, un hecho de connotación y, como tal, resulta de una 'manera de ver', su existencia misma de objeto depende de tal visión; dicho brutalmente, no hay discurso si, al 'no ver', negamos la posibilidad de percibir las realidades segundas que sobrevuelan materias que sí admitimos” (Jitrik 148-150).

(7)“En un contexto oral, el esfuerzo por comprender la realidad y la producción verbal de significado a menudo tienen lugar como un intercambio dialógico ..., un intercambio realizado frente a una audiencia o en interacción con ella, más que como el resultado de una tarea reflexiva individual” (Pacheco 39).

(8)Para ser aún más explícito, la noción de desterritorialización cabe en nuestra aproximación a la oralidad en la medida en que nos ayuda a explicar el proceso mediante el cual los sentidos de la memoria se encuentran en permanente reformulación o viaje, razón por la cual sencillamente es imposible pensar en sentidos definitivos.

(9)¿Por qué olvidamos? Existen tres explicaciones: la teoría del desuso, la teoría de la interferencia y la teoría del trazo. La teoría del desuso afirma que la falta de uso de determinados contenidos se debilitan hasta que, finalmente, se pierden. Dentro de esta perspectiva, el transcurso del tiempo como causa del olvido no tiene suficiente fundamento. No es el tiempo sino los acontecimientos que ocurren durante el tiempo lo que lleva a olvidar. La teoría del trazo, en cambio, pone énfasis en que la memoria constituye materiales organizados y bien estructurados que producen trazos de memoria más estables. “Los trazos de memoria se asimilan a otros que se encuentran simultáneamente en el campo, y la asimilación es función de la similitud ... Se olvida por las siguientes razones: desintegración autónoma, asimilación a otros materiales, baja tensión en el sistema del trazo e incapacidad de comunicar la diferencia existente entre el trazo presente y los otros trazos” (Ardila 159-160). Para la teoría de la interferencia, “el olvido es función directa del grado en que nuevas respuestas sustituyen durante el intervalo de retención a las respuestas originales. En otras palabras, una respuesta desplaza a la respuesta original y se asocia con esos estímulos. El olvido sería, en líneas generales, inhibición retroactiva. Entre más similares sean la respuesta original y la nueva, más olvido se presenta; entre más diferentes sean menos olvido ocurre” (Ardila 159-160).

(10)“En las sociedades orales tradicionales, la interacción directa, cara a cara, es por supuesto predominante. Más allá de este fenómeno de por sí evidente, yace una diferencia más sustancial. Los miembros de una sociedad oral no conciben la palabra como un instrumento de registro de conocimientos o como un signo mediador, sino como un evento, como una acción. Bajo ciertas condiciones, llegan a atribuirle porlo general una especial función performativa, un poder efectivo de transformar la realidad que nombre, tanto en el interior como en el exterior del ser humano” (Pacheco 39).

(11)La escritura, en este sentido, posee dos funciones principales: “Una es el golpe imprevisto de la información, que consiste en comunicar a través del tiempo y del espacio, y que procura al hombre un sistema de narración, de memorización de registro,” mientras la otra, “asegurando el pasaje de la esfera auditiva a la visual” consiste en permitir “reexaminar, disponer de otro modo, verificar las frases incluso hasta las palabras aisladas” (Goody citado por Le Goff 140).

(12)“Todo intento de rebatir, desafiar o vencer la imposición de la escritura, pasa obligadamente por ella. Podría decirse que la escritura concluye absorbiendo toda libertad humana, porque sólo en su campo se tiende la batalla de nuevos sectores que disputan posiciones de poder” (Rama 9).

 
OBRAS CITADAS
  • Anderson, Benedict. Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México: Fondo de Cultura Económica, 1993.
  • Ardila, Rubén. Psicología del aprendizaje. México: Siglo XXI, 1988.
  • Arnold, Denise Y. y Juan de Dios Yapita. Río de vellón, río de canto. Cantar a los animales, una poética andina de la creación. La Paz: Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UMSA), 1999.
  • Cáceres Romero, Adolfo. “El 'Jukumari' en la literatura oral de Bolivia.” Revista de crítica literaria latinoamericana XIX.37, Lima, 1er. semestre de 1993.
  • Deleuze, Gilles y Félix Guattari. El antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia. Buenos Aires: Corregidor-Barral, 1974.
  • Foucault, Michel. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. México: Siglo XXI, 1989.
  • Foucault, Michel. ¿Qué es un autor? México: Universidad Autónoma de Tlaxcala, 1969.
  • Jemio, Lucy. Archivo oral de la Carrera de Literatura. Primer informe elaborado del proyecto de investigación: Caracterización de la literatura oral boliviana. La Paz: Carrera de Literatura (UMSA), 1993.
  • Jitrik, Noé. El balcón barroco. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1988.
  • Le Goff, Jacques. El orden de la memoria. El tiempo como imaginario. Barcelona: Paidós Básica, 1991.
  • Lienhard, Martin. La voz y su huella. Escritura y conflicto étnico-cultural en América Latina 1492-1988.  Lima: Horizonte, 1992.
  • Mamani Condori, Carlos. Los aymaras frente a la historia: Dos ensayos metodológicos. Chukiyawu (La Paz): Ayuwiyiri, 1992.
  • Mignolo, Walter D. “La colonización del lenguaje y de la memoria: complicidades de la letra, el libro y la historia.” En Iris M Zavala (coordinadora). Discursos sobre la 'invención' de América. s.l., s.e., s.f.
  • Mires Ortiz, Alfredo. Lo que cuento no es mi cuento. Cultura andina y tradición oral. Cajamarca: ACKU QUINDE-UPS-ABYA YALA, 1996.
  • Pacheco, Carlos. La comarca oral. La ficcionalización de la oralidad cultural en la narrativa latinoamericana contemporánea.  Caracas: Ediciones La Casa de Bello, 1992.
  • Prada Alcoreza, Raúl. Territorialidad. La Paz: Mythos-Qullana-Punto Cero, 1996.
  • Rama, Ángel. La crítica de la cultura en América Latina. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985.
  • Wietchüchter, Blanca. “El guerrero aymara.” Hipótesis. Revista Boliviana de Literatura 4-5, Otoño/Invierno 1984.